No soy escritor, aunque curiosamente he podido experimentar lo que se siente escribiendo un libro.
En cierta manera ha sido algo parecido a lo que podría sucederle a un labrador que, al sembrar su bancal descubre, escondidos y enterrados en él, los restos diseminados de una vasija milenaria. Aunque nuestro labrador no es arqueólogo, descubre cómo la misma tierra que le devuelve frutos durante la cosecha, le entrega también tesoros enterrados cuya aparición puede tal vez cambiar su destino y el del pequeño bancal. La historia que se empieza a reconstruir a partir de los restos de la vasija milenaria, empieza germinando en su cabeza y lo que, a primera vista, parecen inconexos trozos de barro cocido, conforman en su mente todo un relato de antiguas culturas y antiguos pobladores que, en tiempos muy lejanos, también habitaron la tierra sobre la que él se asienta. Tal vez incluso hasta la propia vasija sea barro amasado y cocido del propio bancal. El labrador es consciente de cómo algo nuevo germina, crece y se multiplica, aún sin haber enterrado semilla alguna en el bancal pues, sorprendentemente, el proceso seguido ha sido justamente el contrario: ha desenterrado las huellas con las que ahora reescribe toda una historia plena de sentido y de significado.
Esta imagen del descubrimiento de los restos de la vasija milenaria se parece tanto a mi experiencia al «re-construir» Ángelus que me recuerda nítidamente cómo, sin saber que se trataba de un libro, fui dándole forma entre mis manos cuando el sentido empezó a clarificarme su mensaje.
Aún hoy, después de haber leído y releído tantas veces este libro, sigo descubriendo cada día y con cada nueva lectura una nueva dimensión de ese universo infinito que se halla escondido en él.
Ángel